domingo, 12 de febrero de 2017

Abuelo



-…dieciocho, diecinueve y veinte ¡Voy! -Sara dio una vuelta despacito alrededor del manzano que había en mitad del jardín de su abuelo sin hacer ruido y no encontró a nadie.
Después de dar varias vueltas y mirar detrás de todos los demás arbolitos y arbustos que adornaban el jardín se paró al lado del manzano para hacerse mejor la coleta en lo alto de la cabeza.
-¡Ya sé dónde estás! -reía -¡Te estoy viendo desde aquí!
Una vocecilla igual que la suya gritó desde su escondite -¡No es verdad!
Sara fue hacia los sillones de mimbre, al lado de una fuentecilla de piedra en la que una mujer sin piernas vertía el agua desde su jarrón.
Tumbada encima del sillón más grande tapada por todos los cojines del mundo estaba escondida su compañera de juegos. El pelo le colgaba por fuera y a Sara le dio un ataque de risa.
-¡Te encontré! -dijo tirándose encima de ella con todas sus fuerzas.
-¡Me haces daño! ¡Para! –su amiga reía y de un empujón tiró a Sara al suelo que aprovechó y la tiró del pelo.
Eran iguales. El mismo pelo, los mismos ojos, la misma voz, la misma ropa, la misma cicatriz en la frente.
-¡A merendar! -gritó su madre desde la enorme mesa de madera en la que cenaban todas las noches de verano. Las dos salieron corriendo dándose empujones por el camino y tirándose al césped.
-Toma Sara -la mamá le dio pan con chocolate a una de las dos gemelas.
-¡Yo soy Sara! -dijo la otra ofendiéndose porque la madre no la reconocía.
-¡Yo soy Sara, mamá! -aseguró la primera comiéndose el chocolate y haciéndole burla a la otra.
La mamá cortando más pan para la merienda no aguantaba más el griterío.
-Abuelo tú tienes fruta, elige la que quieras de la cesta.
Sara se reía y le hacía burla a la otra, a la que de repente le comenzó a cambiar el rostro lentamente. De ser una niña angelical pasó a ser un señor mayor con cuatro pelos blancos y una enorme nariz. La ropa de niña dio paso a unos pantalones marrones y a una camisa desgastada de cuadros azules y amarillos.
El abuelo cogió una manzana y la empezó a pelar con un cuchillo que sacó también de la cesta de fruta.
-Yo quiero chocolate también. -dijo con tristeza.
-No puedes comer chocolate abuelo, te lo ha dicho el médico. -Sara se comía el pan y tenía la cara toda manchada de chocolate.
La mamá miraba a su padre que en un instante cambió de ser de nuevo.
-¡Dale chocolate al abuelo! -ordenó esta vez la abuela. -¡No me desobedezcas!
-¡Cómo se entere la abuela de esto! -dijo la madre comiéndose ella un buen trozo de chocolate entre risas.
La abuela pasó a ser de nuevo la niña y dejó la manzana en la mesa. Dándole un buen tirón de la coleta a Sara gritó -¡A que no me pillas!
Sara soltó el pan y salió corriendo detrás de su gemela.

sábado, 4 de febrero de 2017

Sol con gafas de sol



A través de las puertas automáticas del centro de salud podía verse el cielo gris y el chaparrón que caía aquella mañana en el barrio. Era un día horrible desde luego, de vez en cuando podía verse un relámpago atravesar las nubes seguido del estruendo parecido al sonido de tres cañones.
Las recepcionistas no paraban de teclear en sus ordenadores sin levantar la vista a los pacientes que esperaban en la cola para ser atendidos.
-Hace un día horrible.
-Desde luego.– respondía una mientras se bajaba las gafas hacia la punta de la nariz más todavía para ver mejor su pantalla.
Las puertas se abrieron y una mujer tapada hasta las cejas con una bufanda verde, un gorro verde, un chubasquero verde, unos guantes verdes y un paraguas rojo apareció seguida de un niño pequeño que iba tapado hasta las cejas con una bufanda verde, un gorro verde, un chubasquero verde, unos guantes verdes y un paraguas pequeño transparente.
La mujer fue derecha como un soldado hacia la zona de pediatría del centro de salud seguida del niño que se había calado el sombrero hasta los ojos y se agarraba del chubasquero de su madre para no perderse.
La mujer se sentó y se quitó la bufanda verde, el gorro verde, los guantes verdes y el chubasquero. El niño aún seguía con el sombrero calado hasta los ojos y daba patadas con los pies al aire, porque no llegaba desde el asiento al suelo.
La mujer se levantó, se agachó delante de él y le quitó como pudo, con mucho mimo y cuidado, la bufanda, los guantes y el chubasquero. Cuando intentó quitarle el sombrero el niño le dio una soberana patada en el estómago que pareció ser sin querer. La madre juntó todo en el asiento de al lado y agarrando los paraguas miraba intranquila al suelo, a la puerta del pediatra y de vez en cuando sin que éste se diera cuenta, al niño.
Tras unos eternos tres minutos salió un señor con bata de la consulta y dijo con voz amable:
-¿Andoni?
-¡Si!
La madre recogió todo y se metió en la consulta seguida por el niño que al entrar en la sala se quitó el gorro. El médico leía la lista de pacientes contento por no tener más ese día y cerró la puerta, se sentó en su silla con ruedas y sonriendo preguntó a los dos:
-Bien, contadme. ¿Cuál es el problema?
La mujer se levantó del asiento y llevando aún los abrigos y los paraguas colgados del brazo le hizo una señal al doctor para que fuera con ella a la otra punta de la consulta al lado de una vitrina con agujas, guantes de plástico y algunas piruletas.
El niño seguía dando patadas al aire y movía el gorro en círculos sobre la mesa mientras intentaba silbar. El médico extrañado fue hacia la mujer y cruzado de brazos dijo:
-¿Qué ocurre?
-El… el niño. El niño no está bien -contestó la madre susurrando con miedo. Le temblaban las manos y miraba hacia todos lados menos a los ojos del doctor.
El pediatra se giró y vio al niño que seguía jugando con el gorro.
-Yo le veo bastante bien. ¿Ha tenido fiebre? ¿Estornuda? ¿Tose?
-El niño -dijo la madre mirando por fin a los ojos del doctor.- El niño no está bien.
-¿Está usted bien? -respondió preocupado- No tiene buena cara.
-Yo estoy perfectamente. -dijo señalando al niño nerviosa- ¡Es él!
El pediatra se giró. El niño se había puesto el sombrero y movía la cabeza dando golpes en los reposabrazos de la silla.
-Señora, al niño yo le veo bien, es a usted a la que noto…
-¡Hable con él! Necesito a alguien que me crea, por favor. -la mujer le cogió de las manos, desesperada.- Hable con él.
El médico sintió las manos húmedas y frías de la mujer y aunque estaba claro que ella no estaba bien decidió hablar con el niño.
-Gracias. -contestó la mujer con un puchero- Gracias.
La mujer se secó una lágrima y con los abrigos y los paraguas fue a la sala de espera y se sentó muy derecha.

-Bueno Andoni -dijo el doctor tras cerrar la puerta- ¿Qué tal te ha ido el día? Hace un día de perros, ¿verdad?
-Llueve mucho.
-Sí, el tiempo está loco últimamente. Bueno, pero a lo mejor te gusta la lluvia.
-No mucho, porque no puedo salir a jugar al parque con mis amigos ni ir a las clases de después del cole porque a mamá le da miedo conducir si llueve.
-Vaya… ¿Y qué actividades haces?
-Voy a jugar al fútbol y a karate y a pintar también los viernes con la profesora Berta Guido.
-Berta Guido, me gusta el nombre.
-A mi me gusta ella –dijo el niño riendo.
-¡Vaya! -rió el doctor- ¿Es guapa? ¿Si? ¿Y qué es lo que pintas?
-El otro día pinté al perro de mi vecina que es blanco con manchas y luego pinté a mamá y a papá y a mi hermano mayor.
-¿Se te da bien entonces dibujar? A mi se me da fatal.
-Lo que mejor se me da son los soles, ¿te pinto uno?
-¡Por favor! -el doctor sacó una hoja de un montón que tenía en un cajón y buscó un bolígrafo.
Miró por todos lados, en todos los cajones, en todos los bolsillos y nada, no había rastro del bolígrafo que quería.
-No encuentro el bolígrafo que quería…
-¿Puedo usar este? -dijo Andoni con un bolígrafo en la mano.
-¡Lo has encontrado! Por supuesto. -el niño comenzó a dibujar el sol- Ese boli es especial para mi, me lo ha regalado mi hija porque tiene cuatro colores. Es muy chulo ¿verdad?
-Si… Ya está. -dijo el niño enseñándole un sol con gafas de sol- ¿Lo puedes poner ahí también?
-Claro, así siempre me acordaré de ti -el niño sonrió mientras el doctor pegaba con celo el dibujo en la pared al lado de otros dibujos con muchos colores.
-Bueno, creo que ya te puedes ir. Tu mamá te está esperando ahí afuera. -Guardó el bolígrafo en el cajón con el resto de papeles y acompañó al niño a la puerta.
La madre al ver que salían se levantó de un brinco. Ya tenía el chubasquero, la bufanda y el gorro puesto. El niño salió y se colocó el gorro verde de nuevo calado hasta los ojos. La mamá se acercó al pediatra y le preguntó:
-Dígame -estaba muy tiesa y seria, una mujer totalmente distinta a la que había estado dentro minutos antes– ¿Qué opina doctor? ¿Qué tengo que hacer?
-Yo le veo muy bien. Muy simpático. -la mujer no podía esconder su decepción- Me ha hecho un dibujo y todo, un sol muy bonito.
La mamá, triste y enfadada, se volvió a su hijo y sin decir nada más le llevó de la mano hasta la entrada del centro de salud.
El doctor sin comprender qué era lo que quería la mujer que viera se metió en la consulta y como iba a salir a comprar la comida sacó una hoja de papel para hacer la lista de los alimentos que necesitaba.
El bolígrafo no estaba.
El doctor miró en todos los cajones y no vio el bolígrafo por ninguna parte. Salió a ver si el niño se lo había quitado en un descuido, aunque eso era imposible, estaba seguro de que lo había guardado en el cajón.
Desde la sala de espera se podía ver a la madre todavía poniéndole el chubasquero a Andoni que miró al doctor sonriendo y le dijo adiós con la mano. El doctor se despidió también desde la sala y antes de salir por las puertas automáticas el niño abrió el paraguas transparente.
Fuera sonó un trueno como tres cañones.
-Vamos Andoni, tápate bien. -le dijo su madre. Y salieron del centro de salud.
Cómo iba el niño a quitarle el bolígrafo. Seguramente se habría caído debajo de la mesa. ¿O se lo guardó en un bolsillo y resulta que tenía un agujero?
El pediatra no paraba de darle vueltas a dónde podría estar, entró en su consulta y el sonido de un bolígrafo cayendo al suelo le hizo levantar la vista.
Todas las paredes estaban cubiertas, incluso sobre el resto de los dibujos, por un montón de soles con gafas de sol de distintos tamaños y de cuatro colores diferentes.

viernes, 30 de diciembre de 2016

7. Cáscaras de pipas



El sol radiante de la mañana bañaba de luz todo el parque. Algunos ancianos paseaban ayudados por sus bastones y comentaban el buen día que hacía, aunque algunas nubes negras se vieran a lo lejos.
Aquel sábado era un regalo divino. Hacía tan buen tiempo que las madres habían llevado a sus hijos a jugar. Algunos con una pelota corrían por el jardín y otros se deslizaban por el tobogán.
Pero si observabas con atención podías ver una hilera de hormigas caminando por el borde del parque, rodeando el banco donde una mamá sentada con su hija jugaba a las palmitas.
A la cabeza de la formación iban algunas exploradoras y unas pequeñas obreras deseando llegar a su destino abriendo y cerrando sus diminutas pinzas seguidas del resto de soldados. Dispuestas a masacrar a aquellas bobas hormigas del agujero, cuanto más se acercaban más nerviosas se ponían. Algunas tenían un tic y no podían evitar agitar el aguijón al final de su cuerpo de vez en cuando.
Ansiosas por llegar caminaban cada vez más rápido, sin romper la formación. Unas detrás de otras caminaban a la vez creando un ritmo perfecto con los pasos. Cada vez más rápido. Los tics se atenuaban y algunas golpeaban con sus antenas a las compañeras. Más rápido, más rápido. Las estúpidas estarían allí esperando su muerte. Las estúpidas estarían allí esperando. Las estúpidas…
Cuando llegaron al agujero no había ni una sola hormiga fuera. Las obreras, confundidas, se miraban entre sí y las exploradoras intentaban recordar el camino por si se habían equivocado.
Una soldado salió de la formación y se acercó al agujero con cautela.
-¿Qué es esto, Kali? -una soldado tenía una cáscara de pipa en la mano y la toqueteaba con las antenas.
-No toquéis eso. Dejadlo donde estaba. -la soldado atenta miró al hormiguero del suelo y tiró una piedrecita con la pata. Nada.
-¡Kali huele bien!
-¿Qué forma es esta? ¿Son semillas?
-¿Kali por qué no tenemos esto nosotras también?
La soldado se giró y vio al ejército de hormigas rojas aglomeradas alrededor del hormiguero del suelo inspeccionando las pipas.
-¿Qué estáis haciendo? ¡Volved a la formación!
-¡Kali, mira! ¡Mira cómo huele! -una exploradora le acercó la cáscara a las antenas y la soldado respiró hondo.
Era inexplicable ¿Qué era aquello? ¿Era comida? ¿Eran semillas? No eran semillas, sólo eran la cáscara de la semilla. Eran cáscaras…
La cáscara se le cayó de las manos a la exploradora y Kali miró directamente a los ojos inertes de su compañera antes de que cayera al suelo hecha una pequeña bola. Dos hormigas del suelo la habían matado con sus pinzas.
Ante ella se luchaba una batalla entre las rojas y las del suelo. Las obreras de ambos bandos se atacaban entre sí como locas y algunas en grupos acorralaban a una y la hacían pedazos. Las soldados igualmente se atacaban entre sí y apoyaban a sus compañeras más pequeñas cuando las veían solas.
Un montón de hormigas muertas estaban a sus pies y no podía creer que las hubieran pillado desprevenidas por estar olisqueando aquellos…
De pronto una hormiga la mordió en la cabeza y ella instintivamente deslizó su aguijón rápidamente hacia delante clavándolo en el pecho de aquella desgraciada embadurnada en una baba asquerosa.
El resto de hormigas la siguieron. Las rojas apuñalaron con sus aguijones a las estúpidas en el pecho dejándolas paralizadas. Les sacaron el aguijón y las del suelo cayeron hechas una bola gritando de dolor.
Kali asqueada miró a la osada que se había atrevido a morderla y se dirigió a sus compañeras -¡Ya hemos acabado aquí!
La soldado se dirigió hacia una cáscara y curiosa comenzó a inspeccionarla también como sus compañeras.
-Deberíamos llevarnos unas cuantas a ver qué piensa Kai ¿no creéis? -una exploradora hablaba con un par de soldados que asentían al olisquear las cáscaras que les mostraba la hormiga.
-Vámonos. -dijo Kali, que se colocó una cáscara sobre la espalda.
La hormiga a la que había apuñalado se restregó con cuidado el mejunje que la cubría por el pecho y comenzó a reír.
-¿De qué te ríes?
La hormiga sin hacerla caso siguió riéndose cada vez más alto, lo que motivó que sus compañeras se rieran también.
Las hormigas rojas no entendían nada y las risas empezaron a darles miedo. Las del suelo empezaron a desenvolverse y se levantaban lentamente.
-No se mueren… ¡No se mueren! -las obreras corrían despavoridas de aquí para allá clavándoles el aguijón a las que aún no se habían levantado.
De repente un puñado de hormigas voladoras salieron del agujero del suelo provocando el pánico a las hormigas rojas que salieron huyendo.
-¡Retirada! -gritaba Kali huyendo con la cáscara a su espalda.
Las hormigas rojas se iban corriendo muertas de miedo por la resurrección de las del suelo y éstas gritaban y daban saltos de alegría por su victoria.
Lasalle se levantó y fue a ayudar a algunas de sus compañeras que habían perdido alguna pata o antena.
-¡Agárrate bien, no te resbales! -le decía a una exploradora que había perdido dos patas traseras.
-Lasalle, embadurnarnos con el mejunje este es asqueroso -la exploradora se quitaba el líquido con la mano y lo tiraba al suelo mientras caminaba.
-Es lo que la naturaleza nos ha dado. Tenemos que agradecer que ellas no supieran que podemos protegernos de ineptas rojas como ellas.
-Ya, ya…
Pasaron al lado de un par de hormigas que no se habían levantado del suelo. Lasalle reconoció a una de ellas y dejando a la hormiga que llevaba en la puerta del hormiguero volvió a verla.
Le dio unos toquecitos con las antenas, pero no se movió.
La empujó con las patas, pero no se movió.
Muerta de pena, arrastró hasta el hormiguero a su compañera que encogida, abrazada a una cáscara de pipa, había dado su vida por la colonia.


Las hormigas rojas iban a volver al hormiguero al pie del árbol para contar lo ocurrido a la reina y a sus compañeras, pero antes hicieron una pequeña parada bajo la montaña de madera.
-¡Coged todas un par! -gritaban las exploradoras toqueteando algunas cáscaras de pipas con sus antenas.
Kali miraba cómo sus compañeras disfrutaban de aquel olor.
Era curioso cómo aquellas estúpidas se habían estado aprovechando de aquella mina durante todo este tiempo.
-¡Mira Kali, puedo llevar dos! -decía contenta una pequeña obrera levantando las cáscaras e iniciando el camino a casa siguiendo a algunas compañeras exploradoras.
Kali se paseaba entre las cáscaras. Era fantástico. No eran todas iguales. Algunas eran más claras y estaban más secas, esas olían bien. Pero luego había otras, a medida que iba caminando, que iban siendo más oscuras, más húmedas y olían mucho mejor y más fuerte...
¿Más húmedas?
Kali miró hacia arriba y aterrorizada gritó -¡Retirada! ¡RETIRADA!






-¡Laura deja a las hormiguitas tranquilas que están cogiendo su comidita!
La pequeña Laurita había saltado sobre las cáscaras de pipas porque le gustaba el ruido que hacían al partirse bajo sus zapatos.
-Ven, mira -la mamá cogió a la niña y la sentó en el carrito -¿Ves cómo se llevan la comida?
Unas cuantas hormigas se llevaban las cáscaras hacia el jardín y otras daban vueltas muy rápido debajo del banco. Había algunas que simplemente estaban hechas una bola y no hacían nada.

La mamá dejó apoyada la bolsa de pipas en el banco, sacó una revista y un conejo de peluche de la bolsa del carrito.
-Toma Laurita. -le entregó el conejo a la pequeña que lo agarró fuerte por las orejas.